Amada mía, cómo te extraño


Porque el mundo real no es más que una piel delgada y
trémula que recubre el mundo imaginario
H. Hesse


Cuánto tiempo ha pasado ya desde que la vi por última vez, semanas, meses, quizás varios años; mas ahora no lo recuerdo.
Lo que sí recuerdo es aquella mirada suya, muy suya. Sus ojos complacientes que observaban los míos llenos de deseo, mientras palpaba todo su cuerpo tembloroso en una oscuridad casi absoluta, alumbrados por una tenue luz que nos brindaba la luna siempre tan desidiosa.
La nieve en la mañana es imponente, impecable y hermosa. Sin ninguna huella que tizne su blancura, pero es fría y traicionera. Cómo si el precio de la hermosura sea tal. Así era ella.
– ¿Me está escuchando camarada? Sí, cómo no. Dos cognacs más por favor, y dos de esos cigarros que tiene ahí. ¿Cómo es que les dice? Puros, cigarros, habanos, que ridículos pueden ser ustedes. Sólo páseme dos, y un cognac más.
– ¿Es un día hermoso el de hoy, no cree? Mientras me vestía hoy en la mañana, apoyado en el alféizar de la ventana, vi a una niña de casaca roja que corría por la nieve con una bolsa de pan y se hundía a cada paso que daba hasta que cayó.
– –Bueno, no sé por qué le digo esto. Yo no tomo desayuno, creo que nunca lo hice y no tengo hijos, pero podría tenerlos; ¿no cree?
– ¿Qué dice? Que usted tiene dos niñas? Bueno entonces apuremos esta charla que seguro las está extrañando.
– La conocí de una manera extraña, seguro le dará risa, aunque últimamente se ríe de todo lo que le digo.
– Era un día de invierno, hacía un frío de los mil demonios y oscurecía frente a mí. La gente estaba ya en sus casas y por las calles estrechas cubiertas de nieve, sólo encontraba uno que otro vagabundo agonizando. Más que seguro estaba borracho ese día y no encontraba mi casa, es que fue hace tanto tiempo que ya todo lo veo difuso.
– Entré a una iglesia de altas columnas talladas con ángeles y una estatua de nuestro Señor en el medio, justo sobre la puerta, que por suerte no estaba cerrada.
– No recuerdo si había un cura dando el sermón. Lo que sí recuerdo es a todas esas personas vestidas de negro y llenas de congoja, que voltearon a verme con rechazo cuando tiré la puerta.
– Por momentos unas voces sublimes irrumpían en mis oídos, no fue sino hasta el tercer canto que me volví a mirarlas.
– Abrían sus fauces con mesura y soltaban una voz plañidera, un tanto lúgubre. Todas eran mujeres y la mayoría ancianas, otras eran muy gordas. Pero una de ellas resaltaba entre todas por sus bucles color de oro que danzaban sobre su rostro pálido, cubriendo así lo que sería un pequeño lunar o una cicatriz poco profunda sobre la frente.
– Quedé dormido y cuando desperté observé que cerca de mí dialogaban la hermosa mujer y un cura con el ceño fruncido y muy poco pelo en la nuca. Participé un rato en la discusión, no sabría decirle de qué hablábamos. Pero en determinado momento pedí la palabra y ante el silencio sepulcral de la sala, comencé a cantar: monjas putas, curas cabrones; monjas putas, curas cabrones; monjas putas, curas cabrones; monjas putas, curas cabrones. El cura completamente indignado me dio de empujones dirigiéndome hacia la puerta, donde me esperaba la tórrida noche.
– Yo seguía con mi canto, cuando callé un momento y pude escuchar la risa silenciosa, que más parecía un cuchicheo de la mujer hermosa.
– No logré quedarme en la iglesia, quedé en la puerta de ésta temblando de frío. Pero ya no estaba solo, el cura quedó tan indignado que nos botó a los dos.
– Discúlpeme que me ría, pero no puedo dejar de hacerlo cada vez que recuerdo la cara del pobre curia sin hallar nada que hacer, mientras yo cantaba cada vez más fuerte y llevaba el ritmo con los pies.
– Ahora ya sabe como la conocí.
– Bueno, ahora si me disculpa. El amable cantinero dice que una copa más y cerrará el negocio. Pero usted y yo sabemos que con la plata baila el mono, y aquí tengo suficiente como para comprar todo un circo.
– Esa noche hicimos el amor varias veces sobre un sillón marrón con rayas negras y lleno de huecos hechos con el cigarro; pues su mamá, una babushka que tenía como cien años ocupaba la única cama y no se levantaba ni para ir al baño.
– Así comenzó nuestro romance. Duró bastante, aunque a mí me parece que fue sólo un día.
– Nos encontrábamos varias veces a la semana en el centro, cerca de la plaza. Ella siempre con un vestido y un abrigo largo aunque no haga mucho frío. Casi siempre también llevaba un paraguas negro colgado del brazo, pues el clima en esta ciudad es traicionero, me decía a la oreja cuando le preguntaba. Como si fuera un secreto.
– Si me acompañara un momento a mi casa se lo agradecería, quisiera dejar todos estos bultos que tanto me estorban. Sí, allá nos podemos tomar la última copa, o quién sabe si será la última. Tengo un vodka que le encantará, va a ver. Usted me cae bien y le invitaré unas cuantas copas, más bien no se lo vaya a acabar todo. Eso si que no.
– Sí, yo vivo cerca. Ve allá ese edificio que se está cayendo. Ahí vivo yo, en la única ventana que no tiene luz a esta hora.
– ¿Quiere que le diga el nombre de mi amada? Claro que me acuerdo, podría olvidar hasta mi propio nombre pero nunca el de ella.
– Se llamaba Natalia. Yo le decía Natasha todo el tiempo y hasta Sasha o Nasha cuando la amaba o la tenía entre mis brazos. Natalia a secas era su nombre, y quizás dentro de un rato me acuerde el apellido. Por ahora dejémoslo así y ayúdeme a abrir la puerta.
– Home, sweet home. Así solía decirme cada vez que entrábamos aquí, no sé que le veía de dulce a este departamento un tanto desvencijado. Desde entonces tengo la costumbre de decirlo.
– No sea tímido, siéntese, sírvase un trago y páseme esa botella que lo prometido es deuda.
– Como le seguía diciendo entonces. Era bella, hermosa como nunca vi a otra mujer. Por eso ahora prefiero estar solo.
– En ese entonces yo trabajaba de traductor para una editorial extranjera, y de vez en cuando escribía artículos en un pomposo diario. Ella trabajaba en una empresa no muy importante donde creo todos eran extranjeros, o al menos eso parecía. La recogía todos los días a la salida de su trabajo y conversábamos hasta muy dada la noche en un café, tomados de la mano y con la luna como cómplice.
– Viajábamos bastante, la llevé a conocer varios países exóticos y gozaba con su presencia. Gasté una fortuna complaciéndola, pero le hubiera bajado varias estrellas si me lo hubiera pedido. Nos volvíamos errantes por temporadas y amanecíamos cada día en hoteles distintos. Cuando abría los ojos, ahí estaba ella, durmiendo sobre mi pecho.
– De pronto comenzó a viajar sola, al parecer su trabajo le exigía tales sacrificios y con el dolor de mi alma la iba a despedir cada vez que partía.
– Cuando regresaba lo hacía con ropas distintas y hasta hablaba frases en otros idiomas. No me importaba, siempre y cuando regrese conmigo. Era impredecible y cada vez que se marchaba no sabía por cuánto tiempo estaría sin su cuerpo abrigándome durante la noche. Sin nadie que me ayudara a pasar la nueva página que significaba un nuevo día de soledad.
– Cierto día regresó desconsolada de un viaje de dos semanas, me sentí alegre de tenerla conmigo de nuevo y no le dije nada. Había pasado el otoño y desde el balcón mirábamos atentos la primera nevada. Los niños salían contentos a recibir los copos enormes de esa nieve blancuzca, aburridos ya del calor abrumante y la lluvia. Era hermoso ver aquel espectáculo, estirar la mano y sentir la nieve derretirse. De pronto ella comenzó a sollozar y se aferró a mí con fuerza, diciéndome que me amaba y que ya no quería estar lejos nunca más.
– Fue un momento cumbre en mi vida, por ese momento me sentí amado, satisfecho. Podía morirme al minuto siguiente y no me hubiera importado, estaba feliz. Había cumplido algunas metas en mi vida, pero ninguna como aquella. Yo la amaba y sentía que ella también me amaba. Por eso no me importa lo que me digan de ella, ni me importó lo que me dijeron en ese entonces. Ella era mía, y yo de ella. Lo demás era aparte.
– Yo creo usted está muy borracho. ¿Y sus hijas?
– Si me dice que a esta hora ya están dormidas, entonces no habrá problema en tomarnos unas copas más. No se preocupe por el vodka, qué ocurrencia. Ya conseguiré otro, por ahora terminemos la botella.
– Mi querido amigo, como usted imaginará, toda historia tiene un final triste y ésta no ha de ser la excepción.
– Un día mientras yo estaba de viaje, ella desapareció y no la volví a ver.
– Sí, la busqué por todos lados. Estuve a punto de encontrarla en Praga, donde unos amigos me afirmaban haberla visto caminando del brazo de un hombre joven y musculoso.
– Se había llevado casi todas mis cosas de valor, incluyendo mis ahorros. Además me dejó una carta donde me pedía que cuide a su madre. Así lo hice y la babushka no duró ni un año más.
– Pero yo quería encontrarla, no para reclamarle algo, sino para pedirle que se casara conmigo.
– ¿Qué podía hacer si la amaba? De un momento a otro el sol dejó de brillar para mí, hubiera sido igual que se llevarán el cielo y escondieran todas las estrellas. Ya nada fue igual.
– Tan sólo tengo de recuerdo ese sillón que ve allí, y no sé si se acordará usted de él. Lo hice tapizar y sobre él me gusta dormir la siesta.
– Perdí mis trabajos y desde entonces vago errante de bar en bar, como antes de conocerla. Pero ahora es peor, pues antes me lamentaba de no tener nadie a quien amar; ahora tengo algo que contar, la historia de cómo perdí al amor de mi vida. Y lo peor: sin saber por qué.
– Ya sé que está muy cansado. Recuéstese ahí, no se preocupe. Yo me quedaré a terminar la botella, más bien cuando se vaya no se olvide de cerrar la puerta y por favor no se lleve nada.
– Mañana u otro día si nos encontramos en algún lugar, con gusto le contaré las noticias que tuve de ella y cómo murió; cómo asistí a su entierro; y cómo yo morí junto con ella.
Giovanni

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