Cartas Amarillas


“Y busqué entre tus cartas amarillas mil te quiero, mil caricias y una flor que entre dos hojas se durmió…”
––Maldito perro, y todavía tienes la cara para esto, ya vas a ver…
María desesperada no pudo contenerse y lo empezó a golpear mientras gemía y lloraba, lanzándole toda clase de injurias. Pero que tal raza, como me va a hacer esto, tendrá plata pero yo no soy una cualquiera, pensaba.
Estaban en el karaoeke, y el espectacular Nino Bravo ponía el toque de ironía y conchudez al asunto. María se acababa de enterar. Llevaba casada nueve años con Luis Alonso, y aunque no habían procreado a pequeños críos que los despertaran y alegraran en las mañanas, eran, eso creía María, una pareja muy feliz y estable.
Claro, María ya no tenía los senos más firmes y el trasero más deseable de la facultad de ciencias contables y administrativas, pero era aún así una cuarentona bien paraba que no tenía nada que envidiarle a una mujer unos cinco años menor.
“…y mis brazos vacíos se cerraban aferrándose a la nada, intentando detener mi juventud…”
Él en cambio, nunca había sido un hombre apuesto; es más, era horrible, ridículo, huachafo, sucio y para colmo inculto. Lo que sí, jamás se podrá decir que no había sido y que era un hombre codiciado. Es que como dicen, con la plata baila el mono y Luis Alonso la tenía como para poner un circo. Pero al contrario de lo que se podría pensar, mejor dicho, al contrario del sentido común, María no se fijó jamás en su dinero. Ella lo amaba por lo que era, él era su media naranja y punto.
Talvez fue ese el problema: mucho amor. Un amor tan grande que enceguece. ¿No se dio cuenta que llegaba más tarde que de costumbre? ¿No se dio cuenta que olía a mujer? ¿No se dio cuenta que ya ni le hablaba? ¿Quién sabe? Es que ese amor que no es amor porque no es correspondido la encegueció. No se dio cuenta de nada sino hasta el día en que encontró, limpiando su saco, las cartas amarillas de quién sabe quién pero que lo trataba de miamorcito y que le escribía cosas absolutamente censurables para un hombre casado y hasta para uno que no.
“…al fin hoy he vuelto a la verdad, mis manos vacías te han buscado…”
Estaba dispuesta a soportarlo todo, al fin y al cabo, ella lo amaba y seguro que sólo fue un desliz, un momento de duda, pero que no volvería a pasar, era una pareja feliz y estable, esas cosas no les pasaban a las parejas felices y estables y que además se aman mucho, mucho, muchísimo.
Pero esa noche todo se acabó. Ya se había decidido a perdonarlo, ni siquiera se lo comentaría, sería algo que ocurrió, no pasó nada luego, y ella lo recordaría de viejos con una sonrisa en la cara. Y habría sido así, si no hubiera pasado lo del karaoke. Fue el mismo día que lo de las cartas. Y María que también es un ser humano, no pudo soportar, no pudo perdonarlo y se abalanzó en busca de explicaciones y talvez un ojo de aquel desgraciado que ni excusas se inventó.
El matrimonio feliz y sólido que se amaba mucho, muchísimo, se acabó aquella infausta noche. María no soportó dormir ni una noche más con ese pérfido ser que la despreció por carne no cinco sino veinte años más joven, y con más sentido común y ansias de dinero.
María se mudó a vivir con sus padres, quienes no podrán decir de nuevo que de donde comen dos comen tres. Y es que María no consiguió trabajo (quién contrataría a una contadora cuarentona que no ejercía hace nueve años), y sufrió el no tener marido que la mantenga, y más aún cuando murió su padre.

“Te llamé porque hace un año que no hablamos, para romper aquel adiós que nos juramos. Voy a pedirte de rodillas que regreses junto a mí…”


Chernobyl

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